lunes, 8 de julio de 2019

 
 
 
La increíble y verdadera historia de un piano viejo y desafinado.
(En dos capítulos breves y desapasionados)
 
 
Observaba cómo se entretenía tocando cualquier instrumento, en los escasos descansos de su duro oficio de opositor.
Conocía su amor por la música y  por cualquier instrumento musical. Se había enseñado a sí mismo a tocar la guitarra, el bajo, la armónica, la tambura y cualquier instrumento con cuerdas, pero nunca le había oído tocar el piano.

A pesar de todo, el día que lo ví en aquella tienda de segunda mano, pasé de largo. A los diez pasos volví para contemplarlo. Era viejo, feo y posiblemente sin cuerdas. Pero no podía dejar de mirarlo y una especie de lujuria se apoderó de mí. He dicho lujuria, no locura, como debería de  haber dicho. Entré y pregunté su precio. Asequible. Salí con el pensamiento de que ese piano tenía que ser mío;  Si no sonaba, adornaría cualquier pared del salón. Contra la oposición que seguramente me encontraría de personas más sensatas de casa, tenía que ganarme la complicidad de alguien de peso. Y tenía que ser él.
¿Si traigo a casa un piano, aprenderías a tocarlo?
 En diez días, me contestó.
Nunca hablaba en vano, así que lo creí. Corrí hacia el local en cuestión, en la convicción de que todos los locos de la ciudad habrían pensado lo mismo que yo y ya no estaría el piano en su sitio. Pero allí estaba. Pregunté en una tienda de instrumentos musicales y me orientaron acerca de las condiciones que tenía que cumplir para  que al menos aguantase una temporada. Que tenga el "alma" de acero, me dijeron. Busqué la traducción y supe que querían decir que el corazón a donde iban a parar las cuerdas, debería ser de acero, no de madera. Éste cumplía al menos con este requisito.
Tres hombres, cargados de mantas lo arrastraron hasta un pequeño local que tenía desocupado. Antes de llevarlo a casa debería constatar que sonaba. Pregunté por alguien que afinase pianos y me dijeron de dos personas. Una vivía muy lejos, la otra en Orense. No había dudas. Me puse en contacto con él y después de cerciorarme de que merecía la pena el intento, me aseguró que él haría revivir cualquier piano que tuviese cuerdas. Éste las tenía todas, al menos.
Concertamos el precio y se puso manos a la obra. Me exasperaba su lentitud estirando las cuerdas. Me explicó que había que hacerlo muy lentamente, para que tomasen temperatura y no rompiesen No podía discutir, era mi primer piano y sólo esperaba que no fuese también el suyo. Lentamente pasaban las horas, a 40 euros  y pasados unos días seguía estirando cuerdas con mimo;  de cuando en cuando hacía sonar una y miraba hacia una pantalla del ordenador portátil meneando la cabeza con desaprobación. El piano había sido barato, la música me temo que no tanto.
Tres días más tarde, me asomé por el local y nada más entrar oí a Elisa en dulce melodía con Beethoven y el corazón se me aceleró, seguramente también pensando en la cartera. Por fin sonaba!
Entré y saludé al afinador que me miraba debajo de su gorra, sin apenas hacerme caso.
- Parece que suena bien, intenté convencerlo.
Gruñó argumentando que tenían que pasar unos días para que las cuerdas se asentasen, tomasen calor y se acostumbrasen al nuevo medio.
Parece que tuviesen karma las jodidas cuerdas, pensé.
- Bien, entonces podemos llevarlo a casa y comprobar allí si aquel medio les conviene.
- Si se traslada, las cuerdas sufrirán el estrés del viaje y el cambio ambiental y habrá que volver a afinarlo. Son muy delicadas y están viejas y mal cuidadas. Pero no se preocupe, tengo solución para ellas.
A 40 euros la hora, pensé. Pero tuve el buen gusto de no decir nada.
- Bien, lo llevaremos y habrá que hacer lo que haya que hacer, manifesté filosófico.

Llamé al lugar en donde lo compré, concerté el precio para el nuevo transporte y al día siguiente lo llevaríamos a casa.
Pero esa será otra historia, con sus sorpresas, por serlo, inesperadas.

Orense a tantos de tantos.

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