lunes, 15 de julio de 2019




 
                                       La increíble y verdadera historia de un piano
                                                         viejo y desafinado

                                                                       (Y dos y ya)



Tres hombres con sendas mantas entraron en el pequeño local en donde las cuerdas de aquel piano viejo reposaban adaptándose al medio. El afinador había cursado instrucciones acerca de las precauciones que habían de tomarse, pero por los gemidos y empujones de los tres hombres me pareció que no las recordaban.
El piano se quejaba a veces con notas espaciadas del trato brusco de que estaba siendo objeto, pero los hombres seguían a los suyo, ajenos a la sensibilidad musical que requería el objeto. Finalmente consiguieron subirlo a la furgoneta que habría de llevarlo a su destino definitivo.
Uno no sabía cómo sería acogido, por eso eligió un momento en que no hubiese nadie en casa, tan sólo el futuro pianista. Fue arrastrado pasillo arriba hasta ser ubicado en el lugar que me pareció más indicado.
Una vez allí, apareció el afinador, levantó la tapa y dejó caer sus dedos sobre él, al azar. Meneó la cabeza y adiviné que harían falta unas cuantas horas más a 40 euros para conseguir el sonido que el afinador precisaba.
Concertamos la nueva cita, para según él eliminar el estrés del viaje y asentar en el nuevo medio los acordes y las cuerdas.
Al día siguiente se personó a la hora indicada, pero  me había olvidado de avisar  en casa de que se presentaría. La dueña de la casa, la persona más sensata de la misma, abrió la puerta y enseguida se retiró a la habitación a tomar la cartera y depositar dos euros en las manos de la persona que había llamado.
- No señora, vengo a afinar el piano, comentó.
- Ah, perdone, pase, pase. Al final del pasillo.

La persona más sensata de la casa tomó el teléfono y me puse.
- Tengo que salir a comprar, tú crees que puedo dejar sólo a éste hombre?
- Tranquila, no creo que se pierda por casa. Además está el rapaz.
- Ya sabes que ese cuando estudia no se entera de nada.
- No te preocupes, es de fiar, algo bohemio, pero de fiar. También es bohemio Julio Iglesias. Y soñador.
- Pero a Julio Iglesias no me lo traes a casa!
- Venga, vete tranquila.

Cuando al mediodía llegué a casa, el estudiante practicaba en el piano con una sonrisa de oreja a oreja que me tranquilizó.
El afinador vino un par de horas más de semana en semana para seguir el proceso de adaptación de las cuerdas al nuevo medio. Entretanto el estudiante pasaba sus descansos asomado a las teclas del piano, aplacando con ello las suspicacias de las personas sensatas de casa que nunca creyeron en el buen fin del armatoste que había metido en casa.

Pasados dos meses, el afinador dice que todo lo que puede hacer está hecho y que al día siguiente vendría a retocar una de las cuerdas que más problemas presentaba.
Quería verlo en acción así que adelanté la salida y me presenté en casa.
Todas las horas, a 40 euros, que el afinador había empleado me parecieron una minucia al escuchar Imagine, a un lado el afinador, a otro el estudiante y las cuatro manos extrayendo notas melódicamente. Ambos habían cumplido con lo prometido.

El estudiante se recreaba en su tiempo libre, acertando cada ve más a menudo con las teclas.

Una noche se levantó asustado y vino a nuestra habitación. Papá, el piano dispara!
- Venga, hijo, que son las cuatro de la mañana, a ver si sueñas con chicas!
- Que es en serio, el piano dispara!.

Me levanté y desde el pasillo efectivamente se oían los disparos; Pac, pac, pac.
Nos acercamos, la más sensata de la casa detrás de mí, con una escoba, y asomamos al salón en donde se encontraba el piano. Habían cesado los disparos.
- Eso te pasa por meter cualquier cosa en casa, oí que decían.
 Poco me parecía para la aventura que había emprendido.

A la mañana siguiente se presentó el afinador, le pregunté qué había pasado y espetó: murió.
Le miré a la cara para ver su sonrisa, pero su rostro se mantenía serio y pesaroso. Se sacó la gorra, se la llevó al pecho y mirándome por primera vez, repitió: murió.
- Pero se podrá hacer algo por él, a 40 euros la hora.
- Nada, murió. No tiene por ahí una copita de licor café? Es para pasar el mal trance.
Le regalé la botella, temiendo que si se la bebiese allí pronto me pediría para el funeral y los responsos.
Los restos del piano descansan contra la pared, a la espera de convertirlo en un hermoso piano-bar, que acoja las botellas más extrañas que pueda encontrar.

Y hasta aquí, la increíble pero cierta historia de un piano viejo y desafinado que lo sigue siendo.

En Orense a tantos de tantos.




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