“Presa quedó mi
ánima de los misterios del Camino.”
Non quiero atribularos en exceso
con el trágico acontecer de mi pasamiento a la otra vida; ocurrió y nada me ha
de devolver al mundo de los vivos. Y he de alegrarme dello, ya que ningún
suceder en él placer me ha proporcionado, descontados aquellos encuentros con
la criada del amo, en donde yo también servía, espaciados y breves, cual coito
de león. Pasaré pues sobre mi finamiento como tormenta de verano, que más ruge
que humedece; con todo, habedes saber
que, de non tener sido tan trágico el momento, cómico sería.
Estaba yo esa noche algo rijoso,
deseoso de hembra y ayuntamiento, cuando en la cuadra de la yegua llamada
“Pacífica”, luces veo que por el olor parecen velas; las que usaba en la
penumbra la jacarandosa criada. Barruntando en ello modo de sacar provecho,
allá me dirijo palpando las paredes para huir del barro y la bosta de las
vacas. La luz tintinea en el interior de la cuadra y doy en pensar que está
sujeta por mano de Aldonza. Traspaso la puerta que se halla abierta, las manos
por delante, cual ciego, por palpar cualquier obstáculo que diera en
presentarse; y topé con sus nalgas. Más duras las noté que de costumbre y con
más bello, como ásperas; y ya no sentí más que aquella coz que me lanzó contra
la pared dando con mi cráneo en perpiaño, hundiéndome el bulbo raquídeo. Nunca
me lo hubiera imaginado de la mula. Bien sabe Dios que ningún deseo libidinoso
por ella albergaba; mas fecho está y allí quedé tendido. Al punto noté una luz
que se acercaba y alejaba de los mis
ojos y un grito de mujer pidiendo auxilio y ya nada más sentí en esta vida.
Non habiendo fecho mérito para
gozar del cielo, nin para sufrir de las penas del infierno y, en viendo que
naide de mi ánima se ocupaba, decidí quedar vagando por la tierra. De ello me congratulo pues saqué más
aventuras de muerto, deambulando sin ser visto, de las que hube de vivo. Decidí
al momento ameritar el paraíso, que
siempre oí fuese cosa grata de visitar una vez difunto. Y nada mejor para
hacerme perdonar mis deslices de juventud que visitar al Santo Apóstol del que
había oído hablar a la lumbre de la cocina a pordioseros, militares, cregos y
otra gente de mal vivir, mientras viajaban al Campo de las Estrellas.
Reinaba en Castilla la noche de mi muerte, Don
Alfonso VIII, que Dios ha de tener en su gloria por haber dado matarife a miles
de almohades en las Batallas de Tolosa; y en Navarra reinaba Sancho VI, El
Sabio, mientras era yo explotado por el
amo por una adehala de miseria y las más de las veces por una taza de caldo
acedo. De todo lo anterior, menos de mis miserias, que las viví, me he enterado
en mis viajes a lo largo del Camino, oyendo fablar a las pocas gentes que en
aquel tiempo por él transitaban; mayormente extranjeros, con sayos raídos,
abarcas pobres y fediendo a abelmosco por haber pasado la noche entre ovejas,
en el mejor de los casos.
He convivido, sin vivir, con
gentes de toda condición, y en ninguno como en este siglo en que vos relato, he conocido tales
mesnadas de peregrinos, que más parece que vayan de excursión al arrollo que a
besar el Santo. A muchos dellos, la
fiera mordida del rocío les atería las manos, no quedándole otra que utilizar
la tibia orina que humeaba tentadora sobre la tierra helada como aliento de
buey.
De todos, quien más mi atención
atrajo fue un abade con quien trabé amistad, ya que captó mi presencia al acto
mientras él oraba entre unas rocas. Abandonando sus rezos y plegarias, alzó la
voz y dijo: “Desconozco quien eres, y el asunto de tu penar; compañía has de darme si lo
deseas, mas en silencio”.
Permaneció unos instantes en
quietud, atento a los murmullos de los derredores y continuó, firme de que
alguien le estaba escuchando: “Aemery soy, canciller de Papas; he atravesado
varios países por venerar a San Jacques. Sufrido he penurias, he sido sometido
a ilegales gabelas y portazgos en el País Vascuence, en donde sus ciudadanos no
respetan las jerarquías sociales, son enemigos de la nación vecina, agresivos,
impúdicos y animalizados en sus relaciones sexuales; su lengua me infunde pavor. No así en la verde Galicia
en donde abunda el pan, el vino y la sidra, sus ciudades bien pobladas y con
variedad de mercancías, aunque sus habitantes sean también malos i viziosos.”
Aquel primero peregrinaje por los
Santos Caminos, penetró en mí lentamente como el rocío en el musgo, de modo tal
que mucho temo por la llamada para mi definitivo descanso; aunque barrunto que
de mí no hagan ya memoria y obligado me vea a peregrinar por los restos. Harto
costoso resultaría abandonar el rumor de los arroyos, el piar de las aves en
las frescas mañanas de abril, el aullido de los lobos en procura de caza o el
grato placer de andar por las límpidas aguas de riachuelos que serpentean en
procura de la mar.
Andaba yo en estas cavilaciones,
cuando en la puente romana que hace de pasadera del río Bermaña, oigo el
trotar suave de una mula, a cuyo compás
ondea elegantemente el cuerpo de un jinete canturreando. Al acercarse a mi
altura, la mula cesó al instante en su trote, y piafando hacia donde yo en
espíritu me hallaba, elevó sus cuartos delanteros dando en tierra con el
cantarín caballero, que se levantó al instante sorprendido de la reacción del
animal. Hablándole con suavidad y con un movimiento hábil de su mano, la
arrendó a un carballo joven al tiempo que acariciaba su lomo susurrándole al
oído: “Mía irmana fremosa, treides conmigo, a la iglesia de Vigo y miraremos
las olas..”.
En habiéndose tranquilizado, desatola y siguió camino con el suyo canto
que se me hizo ininteligible.
Empero, claramente me llegaron las sus sosegadas
palabras: “eehh, ehhh, mula…tranquila, Pacífica..”
En el Camino por siempre, a
tantos de tantos.
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