Kikas ha tenido a bien concederme este hermoso círculo. Sé que no lo ha hecho con maldad, por ello le quedo agradecido. Arrieritos somos y en el Camino nos encontraremos.
Quedaba yo, el último día, algo
dolido por la inesperada derrota que nos infligieron esos rufianes seniors,
cargados de vendajes y apósitos varios.
No podía quedar así la cosa.
Debía prepararme para la revancha, que dicen ha de tomarse fría. Por ello el
miércoles no acudí y me quedé practicando ejercicios en el gimnasio que mejorasen mi debilitada
musculación en los brazos, a causa de la
inactividad.
Esperé una semana y al lunes
siguiente, el pasado, me personé con mi mejor raqueta. La que le pedí prestada
a mi hijo. Vivo, en el tenis, de lo que ellos van dejando. Nada más llegar, ya
estaban esperando en el gimnasio A y T, en compañía de un personaje, nuevo para
mí, pero de cierta edad. Después de
escuchar a A una de sus aventuras a cerca de cierto tenista que ni me sonaba y de lo preciso de sus golpes, bajamos las
frías escaleras de la inmensa mole. Repito, inmensa mole, del club.
El club fue terminado de
construir e inaugurado en el año 1989 por un “indiano” que invirtió todos sus
ahorros en él. Muy pronto hubo de arrepentirse, pero ese es otro partido. Ya
sabéis lo que contiene, del relato anterior. De todo para cansarse.
De nuevo formé pareja con T, que
andaba por la pista como alma en pena, buscando bolas que llevarse al bolsillo.
El jugador nuevo hubo de hacer pareja con A; todos los nuevos lo hacen ya que
los más experimentados huyen de sus consejos y admoniciones.
Después del pertinente
calentamiento y del ejercicio de recoger las bolas del suelo, A, decidió que
sacaría él mismo. Observar sus movimientos en el saque es un espectáculo por el
que muchos pagarían y que me resulta imposible de reproducir. Quince,
dieciséis, diecisiete (Estoy contando los botes de la bola). El resultado suele
ser siempre el mismo, primer servicio fuera y el segundo servicio que cae
mansamente en campo contrario. Pero mientras yo me río para mis adentros, el
nuevo resultó ser un jugador seguro, lo que sumado a nuestra inseguridad a
estas alturas de principio de competición hizo que nos endosaran un vergonzoso
6-2 en media hora.
No y no. Esto no podía continuar
así o habría que ir pensando en colgar las raquetas.
Decidí hacer algo. Hablé con Teo.
Teo, te dejo al mando de la parte de atrás de la pista, me voy a la red. Se lo
dije como quien dice; ahí te quedan las tierras, cultívalas, me voy a las
américas. Faltó que le diera un abrazo de despedida. Teo miró hacia al suelo y
asintió. Ya sea por mis voleas, ya sea por el pánico de ver tan de cerca mi
cara, empezamos a encadenar juego tras juego hasta el 6-4 final. A, se las
tenía con su pareja, indicándole cómo debería de pegar a la bola y a quién de
nosotros tenía que cargar el juego. Lo sé porque también he sido su pareja.
Hasta que decidí que si me volvía a dirigir la palabra mientras echaba la bola
para sacar, se quedaría sólo en la pista. Mano de santo, a mí jamás me endilga
sus “ lecciones para pegar mejor a la bola en tres movimientos”.
No hubo tiempo para el tercer
set, hora y media no da para más. Media hora recogiendo bolas,
otra media botando para sacar y tal vez treinta minutos intercambiando golpes. Dividido entre cuatro obtenemos el interesante resultado de 8 minutos para cada uno tocando la bola. Pero qué ilusión pensar que un día Nadal será también mayor.
El lunes pienso tomarme, otra
vez, cumplida venganza.
En Orense a tantos de tantos,
lunes de tenis.