martes, 28 de mayo de 2013

Enseñar al que ya sabe.






Mgago no lee blogs personalistas. He de correr el riesgo, porque hoy tengo una anécdota que contar y es personal. Como diría aquel escritor egocéntrico, no encuentro mejor tema de conversación.

Resulta que después de la repachanga de tenis que algunos habréis leído episodios antes, no he vuelto a aquel club por los motivos que ya mencioné; falta de tiempo y pereza en porcentajes distintos. Pero el lunes de la semana pasada, un trabajador de la banca insinuó que me llamaría para darme una paliza. Al tenis. A ese lunes sucedió el martes de orgullo y el miércoles me lancé al gimnasio para intentar fortalecer un poco mis oxidados brazos. Y para ver si puedo aprovechar el traje de hace dos años. Teclear no es ejercicio que sirva a tal fin. Los miércoles es día de pachanga y allí estaban mis ex-compañeros en número exacto de 4, por lo que no precisaron de mis lecciones. No os lo he dicho, pero viene bien al relato; soy mucho de dar consejos en el tenis. Aunque no me los pidan. Sé que no debiera y mi mujer me lo recuerda, pero uno es así. Cuando puede, ayuda al prójimo. El bancario que me desafió está yendo a clases de tenis en ese mismo club, dice que para recuperar los golpes y yo le creo. Quedé a mi vez con mi hijo para recuperar mis golpes, pero como es un hombre ocupado, justo media hora antes de la cita me llamó; no podía acudir y me quedé con la pista reservada y sin pareja de baile. La recepcionista me envió a un contrincante. Joven, de unos 31 años, tímido en apariencia, pero de complexión fuerte y en forma. Un morlaco duro de torear, pensé. Estrené mi Babolat, la que me habían regalado en Navidad, con cierta melancolía, ya que siempre he sido de Dumlop. Perfecta de equilibrio y con la empuñadura exacta, 3 octavos. Dado que no conocía de nada al contrincante, me coloqué a media pista para descubrir sus carencias.  Parecía defenderse bien, apenas fallaba. Había que tentarlo más en profundidad. Comenzamos a pelotear desde el fondo y tampoco ahí lo pillé en falta; devolvía con facilidad los golpes que le envíaba. La bola recorría la pista de derecha a derecha, en una elipse amarilla que rozaba la red sin tocarla. Y con peso. Probé su revés y tampoco lo hallé en pecado. La bola salía de su raqueta con  la fuerza y la dirección adecuadaS. Empecé a pensar que nos divertiríamos. Decidí practicarle la prueba del nueve. Mengüé el ritmo de mis golpes, enviándole bolas suaves, con poco peso. Y ahí comencé a certificar mis sospechas, le costaba más controlar los golpes, pero aún así se defendía. Subí a la red (ya sabéis cómo me gusta) para volear un rato. Observé que aflojaba sus golpes. Le pedí que continuara al mismo ritmo y noté cierta sorpresa. Acabé de volear sin más problemas y viendo que no se atrevía a subir a la red, le invité directamente. Observé al momento sus carencias y me permití aconsejarle; "si no te importa que te lo diga, en la volea tu brazo hace demasiado recorrido y pierdes precisión. En cuando sientas el impacto de la bola, un simple movimiento de apenas 10 cm, es suficiente, controlarás mejor. Deja la volea de mate para ocasiones puntuales."
Voleó un par de pelotas más y continuamos al fondo.

Al llegar a casa pregunté a mi hijo si le conocía y sí, le conocía. Era un monitor de tenis que impartía clases en ese club.
En casa me llamaron boquirrubio y otras lindezas relacionadas con mi costumbre de no reparar ante quien me hallaba, pero qué queréis que os diga, un consejo se le da a cualquiera. Y sobre todo si le hace falta.

De todos modos no se lo ha tomado a mal, porque ayer mismo hemos vuelto a pelotear.


En Orense a tantos de tantos.

domingo, 12 de mayo de 2013

Alma de perro.




                                                          El Perro.


Nunca había sido demasiado proclive a creer en aquellas historias en las cuales un perro, después de caminar miles de kilómetros, se reencontraba con su dueño que le había entregado en adopción, o abandonado en cualquier lugar recóndito.
Recordaba sin embargo aquella ocasión en que su madre llegó a casa llorando desconsoladamente, rogándole que retornase a casa al perro que años antes había regalado a un familiar de un pueblo lejano de A Trepa, porque al oir aquel el ruido de la motocicleta que solía conducir para desplazarse, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo y desprendiéndose de la correa que le ataba salió en su busca alcanzándola y regalándole  toda clase de mimos y piruetas. Hasta ahí era lo más que estaba dispuesto a concederle al instinto animal. Pero algo que sucedió el domingo pasado le ha hecho replantear sus incredulidades. Si alguien que ame a los perros tiene alguna explicación, será bienvenida.
Paseaban a orillas del Barbaña, como de costumbre, cuando en un meandro distinguieron a una mujer joven, una niña y un perro de los denominados de raza peligrosa.
Había más gente paseando y el perro se mostraba tranquilo y pacífico con todos. Nada parecía hacer ver que hubiese ningún tipo de peligro, por lo que continuaron tranquilamente. Apenas hubieron pasado a su lado, el perro le siguió no con aire amenazador, sino todo lo contrario, jugueteando  delante de sus piernas, rodeándole gozoso y dibujando toda clase de piruetas de alegria ante la sorpresa de la dueña que no reconocía aquella reacción. Como si le conociese de toda la vida. Pero no se habían cruzado jamás.

Hablaron de ello mientras paseaban y encontraron una explicación que de ser cierta, guarda cierto misticismo digno de estudio. La chica en cuestión había sido temporalmente compañera  de su hijo. A éste le gustaba de vez en cuando sisarle la colonia y el perro debió identificar el olor. Parecía la explicación más lógica. Pero esa mañana no se había perfumado en absoluto, aunque sí entró en la habitación que el hijo había abandonado  meses antes.
En su mente se empezó a formar la idea de que algo más que un simple perfume debió el perro atisbar en el hombre. Algo más íntimo relacionado con los genes y olores. Pero le pareció demasiado rebuscado. Seguramente fuese la colonia. De cualquier modo, no se la va de la cabeza la reacción del animal y en su fuero interno nace la idea de que hay mundos en el alma de los animales que ni siquiera sospechamos.


En Orense a tantos de tantos.


miércoles, 8 de mayo de 2013

Lo de Mou.




                                                     Lo de Mou.

                        (Para lo que me queda en el convento, me meo dentro)





Lo de Mou no es nada que no se supiera.  No es culpa suya, de Mou. No ha dicho nada que no sea consustancial con su ser egocéntrico y despótico.  Nadie puede rasgarse las vestiduras porque desde que asomó la patita allá por el principio de la década, ya sabíamos que tenía pelo. Hay personas que se ven venir y no es culpa suya si te la cuelan por donde más duela; es culpa tuya por descuidarte. No todo vale a cualquier precio. Y menos si no consigues aquello por lo que has vendido tu alma al boquirrubio.
Mou es la viva estampa que reflejan los tiempos que corremos; la del éxito rápido, sin sustancia, sin esfuerzo, con crédito. Y no me refiero al suyo, sino al del equipo que lo contrata, que abandona el trabajo a largo plazo, la estructura empresarial de base que será el futuro y pone todo el capital propio y ajeno a su disposición a fin de agenciar las mejores figuras del balompié, a las que desprestigia en cuanto le vienen mal dadas. Es el individuo encantador  en todas las fiestas en cuanto las cosas marchan a su conveniencia, pero un  ventilador de despojos cuando no logra sus propósitos. Pero no es culpa de Mou, a quien todos intuíamos desde que sacó la patita por debajo del 5-0 aquel y mucho antes. Es culpa del empresario que contrata un encargado que le puede hacer rico, aunque conozca el riesgo cierto de enfrentamientos en toda la empresa. No pasa nada, todo se olvida cuando un equipo consigue un gran trofeo, aunque sea empleando mano de obra infantil.
Nunca pensé que confesaría esto, pero Pepe me parece un monaguillo al lado de Richelieu.
Y es que hay cosas, hay pensamientos, que aún en la posibilidad de que llegasen a ser ciertos, deben permanecer en el interior de tu hombría.  Si la tienes, bocudo.




En Orense desde el día 1 de la era Mou.